domingo, 30 de mayo de 2010

La espiritualidad perdida

Hace unas semanas tuve que guardar reposo debido a una infección. Me infecto aproximadamente una vez al año, y suelo aprovechar la convalecencia para reflexionar sobre el sentido de mi vida, algo muy apropiado cuando lo más urgente e importante que he de hacer es, precisamente, seguir viviendo.

Esta vez me entretuve leyendo revistas y libros de crecimiento interior. Hace algunos años, coincidiendo con mi anterior etapa vegetariana, me gustaba dedicarme a este tipo de lecturas, de las que felizmente aprendí pequeñas enseñanzas que seguramente me han salvado el pellejo todo el tiempo en que me he dedicado a sobrevivir sin acordarme conscientemente de ellas.

En este contexto de recuperación física y emocional, rellené un pequeño test que pretendía medir cuán ecologista era. Fui contestando las preguntas tranquilamente, confiada en mis conocimientos y en mi conciencia, pero he de reconocer que el resultado me trastocó profundamente. Porque, efectivamente, mis respuestas indicaban que tenía unos conocimientos y una conciencia ecologista de primera: sabía cómo reciclar, qué alimentos eran más saludables, trataba de ahorrar energía y prefería materiales reutilizables. Pero (y ese “pero” fue lo que me trastocó: “¡¿cómo que pero?!”) todavía me faltaba dar el salto hacia la trascendencia: mis conocimientos, mi conciencia, eran puramente materiales; no me había adentrado en la espiritualidad que subyace a todos esos planteamientos: la unidad de lo existente, el respeto reverencial por la vida, la comprensión profunda de nuestro lugar en el mundo, la compasión en el sentido más hermoso y trascendente de la palabra, etc. Y en aquel momento supe que el test tenía razón.

Realmente, no es que nunca hubiera transitado esos caminos espirituales, pues una vez mi conciencia fue una conciencia espiritual. Por aquel entonces, mi camino iba guiado por la emoción. Así fue como decidí hacerme vegetariana: un día, después de mucho leer, reflexionar y, sobre todo, abrir mi corazón a un sinfín de emociones, sentí que ya no podía más. Me puse a llorar y, simplemente, me negué a seguir ignorando la realidad. Y mi decisión fue tan auténtica, profunda y liberadora, que todo el mundo a mi alrededor lo entendió.

Sin embargo, hoy creo que aquel no era un camino equilibrado. La emoción lo inundaba todo, sin dejar apenas espacio para la razón: esa razón práctica que te ayuda a guiar y materializar el ímpetu espiritual. Esta vez, con el ánimo de no volver a caer en el mismo error, he tratado de darle mayor protagonismo a la razón. Y le he dado tanto, que he vuelto a equivocarme.

Mi recorrido por la senda del vegetarianismo no es un recorrido material. No pretendo adelgazar o seguir una moda alternativa; ni tan siquiera considero como objetivo prioritario mejorar mi salud. Lo que deseo es sentirme en paz conmigo misma y con lo que me rodea, vivir una vida justa y compasiva, crecer en el respeto, en la empatía, ensanchar los caminos de mi emocionalidad. Quiero poner mi granito de arena para que el mundo sea un lugar más agradable para todos los que lo compartimos, para que el futuro tenga una verdadera oportunidad de ser un futuro mejor, para que las palabras que me resultan hermosas (libertad, igualdad, solidaridad) puedan escribirse con mayúsculas y sin excepción.

Por eso entiendo que ha llegado el momento de equilibrar mi camino, de llevar en una mano mi mente y en la otra mi corazón, para no perder la ruta, para no desviarme, para llegar a buen término y que este transitar no sea un deambular sin rumbo, sino un caminar con paso firme y seguro de su dirección.

Encantada de haberlo comprendido… ¡al fin!