miércoles, 21 de octubre de 2009

Salvando la vida de los intermediarios

Cuando somos pequeños nos enseñan que la tierra, las plantas y los animales estamos interrelacionados a través de la cadena alimentaria: las plantas se comen la tierra, los animales se comen las plantas y la tierra se nutre de los animales una vez que estos han muerto. Cual círculo perfecto, la cadena está siempre en movimiento, ya que de ella depende el equilibrio ecológico, la supervivencia de todas las especies y la riqueza de la tierra.

Esta perspectiva, no obstante, resulta un tanto medieval: como si de campesinos, nobleza y clero se tratase, parece que algún dios de la naturaleza ha establecido la posición exacta de todos nosotros en la cadena alimentaria. En dicha posición nacemos, en ella hemos de desarrollarnos y esa es la única posición en la que hemos de morir, so pena de cataclismos inimaginables y de la destrucción total de nuestros ecosistemas.

Lo cierto es, sin embargo, que los seres vivos evolucionamos de una forma dinámica y diversa, de manera que la susodicha cadena no forma en realidad un círculo perfecto, sino una serie de interacciones no sólo alterables sino de hecho alteradas a lo largo del tiempo. Así, existen plantas que comen animales, animales que comen plantas, animales que comen animales e incluso animales que comen sales minerales, por no hablar de aquellos animales que son capaces de comer de todo ni de aquellos terrenos o plantas que apenas pueden comer de nada.

La conservación de los ecosistemas y la supervivencia de las especies, por tanto, dependen más de la adaptación dinámica de todos hacia todos que del mantenimiento de nuestra posición exacta en la cadena alimentaria que nos enseñaron en el colegio.

En el caso de los animales omnívoros, como los seres humanos, las posibilidades de elección adaptativa son múltiples. De hecho, poder comer de todo no implica la obligación de hacerlo sino la posibilidad de elegir unas u otras fuentes de alimento según circunstancias muy diferentes. Así, los seres humanos, al igual que otros animales omnívoros, podemos obtener nuestros nutrientes de las plantas, de otros animales y también directamente de algunos minerales.

Es precisamente esta variabilidad la que nos permite elegir una dieta que excluya los alimentos de origen animal. Ya que podemos variar nuestra posición en la cadena alimentaria, podemos acudir a las fuentes primigenias de nutrientes sin necesidad de sacrificar a los intermediarios: en este caso, los otros animales.

Y es que no hay ningún nutriente esencial para los seres humanos que no pueda producirse en nuestro cuerpo tal y como se produce en el de los demás animales, siempre que se den las mismas circunstancias. Así por ejemplo, se dice que la carne aporta vitaminas A y D, pero lo cierto es que los animales producen estas vitaminas en su cuerpo a partir de la ingesta de unos compuestos vegetales denominados carotenos (en el caso de la vitamina A) y de la exposición de su piel al sol (vitamina D). Nada, por tanto, que los seres humanos no pudiéramos hacer de la misma manera con nuestro propio cuerpo.

Una de las claves de la alimentación vegetariana, a mi entender, es precisamente ese cuestionamiento constante de la cadena alimentaria. Los peces aportan ácidos grasos de cadena larga, por ejemplo, pero, ¿de dónde los obtienen? ¿Se producen sólo en su cuerpo o los han ingerido de algún otro lugar? Y resulta que sí, que los peces se alimentan de microalgas, que son las que poseen estos ácidos grasos de manera originaria.

Replanteando nuestro lugar en la cadena alimentaria, preguntándonos cuál es el origen último de los nutrientes y si podemos acceder directamente a ese origen, podemos salvar la vida de los animales, podemos darnos cuenta de que no son más que intermediarios. Quizá esto implique una nueva visión de nuestra alimentación, quizá nos obligue a realizar algunos cambios, pero lo que desde luego va a suponer para millones de animales en todo el mundo es el mantenimiento de su bien más preciado: la propia vida.

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