lunes, 5 de enero de 2009

Mi primera vez

La primera vez que me hice vegetariana fue desde el corazón. Por aquel entonces, me interesaba por el budismo, y en el foro en el que participaba solíamos tratar el tema de la importancia de no provocar daño a otros seres sintientes. Varias de las personas con las que compartí reflexiones eran vegetarianas, y sus interpretaciones de aquel principio calaron muy hondo en mis emociones, hasta el punto de decidirme a no comer animales de un día para otro.

Hay personas que defienden la necesidad de un cambio drástico como este, pero desde mi experiencia creo que no es una opción demasiado buena. Por supuesto que las emociones juegan un papel fundamental en cualquier decisión ética y vital, pero deben apoyarse en un razonamiento teórico y práctico bien asentado, y construirlo requiere tiempo. Cuando se toman decisiones viscerales, no se piensa en los problemas que pueden surgir posteriormente, en cómo solucionaremos multitud de situaciones difíciles, ni siquiera en la manera en la que se va a llevar a cabo lo que tanto se anhela. Esto introduce debilidad en nuestros proyectos, y su más que predecible fracaso puede generarnos una gran inseguridad.

Mi viaje de entonces duró exactamente un año. Me había informado de manera un tanto superficial sobre cómo seguir una dieta vegetariana y me costaba muchísimo enfrentarme a situaciones sociales organizadas alrededor de la comida. Experimenté de la manera más dramática el hecho de que nuestra cultura promueva la ingesta de más productos animales de los que debería, y muy pronto comprobé que, en la mayoría de los restaurantes y casas de familiares y amigos, una persona vegetariana apenas tiene qué comer. La opción ensalada de lechuga o pizza con tomate es deprimente, además de que no siempre resulta posible; la idea de andar apartando lo que no quieres hace quedar como una histérica moralmente cuestionable.

Por suerte, esta experiencia coincidió con un par de viajes a otros países de Europa, lo cual me hizo comprobar, felizmente, que ser vegetariana en otros lugares era muchísimo más fácil que aquí. En los hoteles, en los restaurantes, en los supermercados, en las casas particulares, en prácticamente todas partes se tenía en cuenta la posibilidad de que fueras vegetariana, y a cambio, se te ofrecía algo más que una triste hoja de color verde. Todo ello me aportó mucha seguridad y, sobre todo, tranquilidad en el día a día, demostrándome que ser vegetariana no tenía por qué significar una triste agonía cada ocho horas.

A pesar del orgullo que sentía con mi elección y lo fácil que resultaba según pasaba el tiempo y la gente que me conocía la iba teniendo más en cuenta, tuve que enfrentarme a una situación para la que mi ánimo y mi alegría sin demasiado fundamento no estaban preparados. Empecé a notar síntomas extraños y relativamente graves en mi cuerpo, y cuando quise buscar su origen, no encontré otro que la dieta vegetariana. Así que, nuevamente de un día para otro, y cambiando la confianza del principio por un miedo igual de poco razonado, la dejé.

Hoy sé que lo que entonces fastidiaba mi salud no tenía nada que ver con lo que comía; también estoy segura de que no planificar una dieta puede traerte problemas. Por eso creo que este camino, cuyo principio impulsa la emoción, debe recorrerse poco a poco, con pasos firmes, pensados y experimentados, para que sea un camino sencillo, agradable y sin vuelta atrás. Ser vegetariana no es algo radical, terrible y complicado; pero tampoco es una decisión que se pueda tomar a la ligera, sin informarse y reflexionar.

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